domingo, 25 de septiembre de 2011

Alejandra Pizarnik, nuestro homenaje


Alejandra Pizarnik cumplió el ideal de todo escritor: construyó un mundo propio. Un mundo, como decía el filósofo Deleuze, que es “un mundo que falta”. Algo que no estaba.

Su lugar en las letras argentinas es el de una escritora ineludible con la condición no siempre necesaria de haber fundido su vida a su obra. Lo que la acerca al mito. Alejandra Pizarnik –dice la crónica de su muerte- se suicidó el 25 de septiembre de 1972 en Buenos Aires. Como Lugones, como Rodolfo Walsh, o tantos escritores, la forma de su muerte parece encerrar claves para una comprensión dramática de su obra, en el sentido de que acercarían su lectura a una posibilidad de verdad. Como si el cuerpo cumpliera la verdad de la palabra. En esa licuación morbosa se elabora el mito. Una muerte que se compaginaría idealmente con su literatura.

Sin embargo, como filosofía básica, creemos en los modos de correspondencia entre vida y obra, como también en sus rupturas, sus paralelos, sus fugas, sus rechazos. Nada que abone o que agigante a un escritor por las condiciones de su muerte. Por el contrario, su ausencia es una deuda en las letras argentinas. Dicho con afecto: porque nuestra literatura ya le debe una obra fundamental a ella.

El trabajo que hicimos con Alejandra (esa hija letrada de la inmigración judío-rusa) representa su visión del margen desde donde se mira el mundo.

Pensamos, tradicionalmente, que cualquier observación atenta puede mirar tanto un objeto hasta volverse el objeto mirado.

En este poema elegido, no obstante, el sentido es espectacular: uno mira hasta pulverizar la mirada. No hay puentes entre el que mira y lo mirado. Es mirar hasta disolverse en la fuerza del otro, en su caos, en su vacío. Y a esa gracia ella llama rebelión. Mirar hasta destruirse, hasta hallar e ingresar al caos de lo otro. Ese arrojo también es una forma extrema de vitalidad, es experiencia, es ir por más.

El recuerdo de EPL para esta enorme poeta argentina.